Leones por corderos, de Robert Redford



Admito que llegué al cine por engaño, porque había visto la cartelera del film con tres rebozantes actores. Estaban Robert Redford, Meryl Streep y Tom Cruise, uno al ladito del otro, arriba de la inscripción que iba de título: Leones por corderos. No pasa demasiado tiempo para que el desengaño se consume, para que la ilusión que como espectador le puse al irme hasta el cine se desplome. El film es fallido desde la estructura, que no llega a ser la Babel de Iñarritu pero enlaza tres historias que suceden en el mismo país: EE UU, que como todo el mundo sabe, está en guerra con Irak. Desde la selección de personajes para adelante hay pocos aciertos, contando con que ya dije que falla la estructura. El triunvirato es básico para el tema, y cuando digo básico estoy diciendo fácil: el senador belicista; la periodista con serios problemas de convicciones y valores profesionales y el profesor universitario opositor. Los demás están para que las estrellas se luzcan.


En las tres historias enlazadas sobrevuela el pasado en diálogo con el presente, esneñándole acerca de los errores que no vale la pena volver a cometer. Lo mismo proponía Tito Libio en su Historia de Roma, escrita cuando el Imperio Romano dominaba el mundo mediterráneo, para demostrar que estaba condenado a la grandeza y cantar laudos al Emperador Augusto. Redford, por el contrario, no tiene sonrisas para la administración republicana, ni está dispuesto a reconocerle ningún logro. El pasado maestro aparece en dos aspectos muy claros: cuando se exponen dos formas distintas de ofensiva bélica, recordando una de ellas el error táctico de Vietnam; y cuando en la entrevista entre el sabio profesor opositor (Redford) y el alumno rebelado, la experiencia de vida como soldado en Vietnam del profesor lo faculta para tener enseñanzas de vida muy claras, casi como aforismos de Narosky. La relación pedagógica entre el alumno rebelado y el profesor sabio resuelve dentro del guión una cuestión harto difícil para el análisis social: el problema generacional a la hora de explicar los cambios sociales. El film deja claro que las nuevas generaciones piensan inducidas por las viejas, y con los términos prestados por estas. Dios gracias que entre tanta apatía juvenil está la Historia y están nuestros padres y abuelos...
La analogía con Tito Livio, entonces, no llega muy lejos. Una de las preocupaciones de Tito era la elocuencia y el cuidado de la retórica para exponer la Historia de Roma. Este dato pasó por alto el guionista del film, que en lugar de delicadeza puso todos los lugares comunes que encontró, mezclados con toda la obviedad que podía. Afortunadamente, Meryl Streep se los banca como una duquesa, con una invalorable hidalguía para decir cosas tan fuleras. Redford podría haber optado por sentarse frente a la cámara y explicar –con una dosis más justificada de didáctica- cada uno de las unidades de su visión opositora, y eso sería más efectivo que lo visto. La bondad de las minorías para sacrificarse por una nación que las desprecia; la indolencia de los norteamericanos de pura cepa; la rapacidad del móvil económico de una guerra absurda; la vileza de los políticos; los cambios geopolíticos y estratégicos olvidados adrede... Redford podría salir ileso de una situación así, mostrándonos su panza cincuentona forjada a fuerza de discusiones en bares, donde se adquiere la sapiencia que sus diálogos ridiculizan.
No es malo que Redford tenga voluntad de hacer cine político, por llamarlo así, o cine didáctico. Está buenísimo cuando el cine es un vehículo para tomar parte en los problemas que atañen a la comunidad donde vive uno. Lo malo es la calidad de manual escolar de su arte comprometido, la creación de situaciones poco creíbles a nivel dramático, donde los personajes explicitan demasiado sus proyectos en conflicto, más para que el espectador comprenda porque están diciendo lo que dicen –rozando a veces la subestimación- que porque ese nivel de explicitación sea necesario para entenderse entre los mismos personajes. Ya no es necesario decir que EE UU en los años 80 vendió armas a Irak y hoy instiga a los irakíes a usarlas en su contra, porque lo sabe cualquier televidente o radioescucha. Si ese dato no se integra en la fábula de los personajes que discuten, si es un dato que sólo atañe al saber general pero no suma a la discusión particular, mejor ponerlo en un documental sobre la administración de la guerra que demuestre como los norteamericanos se sienten por encima de la Historia. Un documental, aparte, siempre aparenta ser más comprometido políticamente.
Edward Said, cuando hace unos años analizaba lo que él llamaba “bosques de disidencia” a la guerra en Irak, nos hacía ver que la resistencia pasaba por formas y lugares tan disímiles como sutiles, y que podía ser tanto progresista como reaccionaria. Claro está que hubiera sido mucho más difícil escribir sobre la oposición a la guerra entremezclada con el discurso religioso (los cuáqueros, los sínodo-prebisterianos), por ejemplo. Porque está más a mano desarmar el discurso de la prensa que el del neoconservadurismo y su fundamentalismo cristiano. Redford, a pesar de tanta oposición, no puede zafar de lo más crudo del multiculturalismo y su filosofía de la tolerancia.
El problema mayor de todos es que ni la fotografía ni la banda de sonido (demasiado incidental) salvan al muerto. El ensamblado de imágenes, el montaje frenético del final, es para llorar, pero de la risa. Las tres historias debían terminar parpadeando, no quedaba otra, mostrar el final de nada más que una era tomar una decisión muy arriesgada. Y a la gente le gusta saber el final, y que ganen los buenos, o, al menos, los idealistas. ¡Le doy 3 bolitas de paraíso!

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