XXY, de Lucía Puenzo




Sobre un cuento de Sergio Bizzio, la ópera prima como directora de Lucía Puenzo es de esos regalos que son lindos porque están bien presentados. No se puede negar que la iluminación y los balances cromáticos en la escala del verde sean de lo más indicados, ni que la selección de actores sea la correcta, o que las actuaciones no descompaginan con el resto (incluso el eterno sí mismo de Ricardo Darín); tampoco me atrevería a decir que las locaciones uruguayas no dan ganas de zambullirse en la pantalla, y que los diálogos están poco cuidados. Todo lo contrario. Lo que sí se puede es hacer una radiografía de la historia y ver que los huesitos, que parecieran tan bien colocados, tienen pequeñas desviaciones.

A nivel formal, la historia se desenvuelve con la intriga necesaria. Mientras los diálogos se suceden hay una información que falta, que se va sumando progresivamente. Al espectador le gusta ir atando cabos, hilvanando retazos, porque se siente partícipe. Si nos dan a elegir, creo yo, todos elegimos lo más interactivo. No quiero que se entienda esto como una ironía de mi parte, porque el guión, por lo que a este punto respecta, es muy bueno. El problema –si vale llamarlo así- está en otra parte: en todas las peripecias que atraviesa el personaje principal, una adolescente hermafrodita, sobre cuyo caso se van a expedir todos: la sociedad en general, los padres, la medicina, el que sufrió lo mismo e incluso la adolescente misma. No faltó casi nadie, el cuadro es uno de los más completos.

El tema es tan escabroso como para que siempre haya uno que quede descontento. El personaje principal sufre la fatalidad de su anatomía y explora su sexualidad entre lágrimas. A la lógica tendencia del adolescente por transgredir las prohibiciones se agrega el nada desdeñable aporte de tener los dos sexos en un sólo cuerpo. Tratar este tema ya es valorable, tanto como no olvidarse de nada: del sexo como dato biológico, de la eroticidad como cuestión cultural y del género como guión preestablecido. Quiero decir que no es que la nena tiene pito y nada más, sino que la vemos lidiar con las hormonas masculinas y tensionada por sentimientos que solemos suponer más indicados para un sexo que para otro. La vemos ante el dilema de tener que elegir o ser nena o ser nene, pero sin poder ser las dos cosas a la vez.

Si nació nena pero con pito: ¿se soluciona quitando el excedente? Si nació nene pero con tetas: ¿se soluciona fajándolo? ¿Cómo se denomina a todo eso que no es ni una cosa ni la otra, sin el parche del trans (transexual, transgénero) o el inter (intersexual)? Es todo un síntoma que nos falten justo los nombres con los cuales denominar a lo que se sale del orden previsto. El guionista sabe jugar con esta indecibilidad, y elige llamar Alex al personaje que no es “ni nena ni nene”, haciendo gala de la posibilidad unisex. El guión dispone de todos los artilugios posibles como para instar al personaje a decidir, y muestra a los íntimos vacilar, dando pocos respiros en un ambiente mayormente asfixiante.

Entre los discursos que toman posición frente a la diferencia tenemos primero al de los padres. Los padres que tratan a su hij@ como rar@ pero se ofuscan cuando los de afuera hacen lo mismo. El padre, particularmente, es un personaje que extrovierte su complejidad, es quien no autorizó la operación para normalizar a su hij@ recién nacid@, para que se le asigne un solo sexo como Dios manda sin que el/ella pueda decidirlo, pero esa decisión no deja de tenerlo en vilo. A nivel de la historia es un poco, cómo llamarlo, “obvio”, que sea un biólogo marino abocado a velar por la suerte de las tortugas marinas en extinción. No es difícil darse cuenta que esa misma actitud de preservación de lo exótico es la que tiene respecto de su hij@, pero de alguna manera hay que justificar que se hayan ido de Buenos Aires a Piriápolis, a vivir cerca del mar. Que se hayan ido con la expresa intención de ocultarl@, que es una de las formas de controlar lo diferente.

Otros discursos acerca de la diferencia, que pendulan entre el asombro y el rechazo, son los del médico –representante del discurso normalizador de la ciencia-, sus pares adolescentes –que representan la crueldad propia de los grupos de identificación cuando se enfrentan con lo extraño- y dentro de estos últimos el del hombrecito enamorado. Este hombrecito en cuestión, Álvaro, es atraído por una mujer distinta pero en los hechos accedido carnalmente por un hombre. Hubiera sido más osado, e ideológicamente potente, que Álvaro –el adolescente en cuestión- se enamorase de Alex tal como es, sin que su deslumbramiento se acelere luego de probar su performance sexual. La relación entre ellos sin la mediación del saber acerca del “fenómeno” extraño habría puesto en duda que el sexo y la sexualidad es un aspecto importante de las relaciones humanas. La posibilidad de un poder amarse en tanto que semejantes en otro plano en el cual el cuerpo y los mandatos sociales son nada más que una anécdota.

En vista panorámica, el film instala el espinoso debate de la potencialidad política de la ficción: si debe describir la realidad del caso tal como si la viera un científico objetivista, o plantear una forma distinta de tratar con los fantasmas, con los tabúes, aunque sea de manera bien sutíl y casi sin darse cuenta, apostando por la fuerza subjetiva del contraste. El eterno problema entre el decir cómo las cosas son o cómo las cosas podrían ser. Entonces, un guión emotivo y bien filmado no tendría que surtir el efecto “espejitos de colores”, que nos dejemos vender cualquier buzón porque tiene colores simpáticos y me devuelve la imagen que esperaba. La película es, a grandes rasgos, buena, pero tiene algunos deslices ideológicos cuestionables. Le vamos a dar siete bolitas de paraíso.

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