Edmond, de Stuart Gordon


El sustantivo propio que da nombre a este film, organiza el relato, junto a la predicción del tarot. La vida de Edmond, luego de una pelea decisiva con su mujer, nos la podemos figurar por anticipado, a través de la simbología de las cartas. A primera vista, entonces, pareciera ser un film contraindicado para quienes pretenden un final sorprendente y revelador. Pero -sin desmerecer el final- el ingenio está mejor pulido cuando se resuelve la manera en que se materializa la predicción, cuando se encadena ese destino sugerido en una vida singular que va dejando varias preguntas abiertas. Edmond puede ser un despechado, buscando revancha por el tiempo perdido; o puede ser un clásico efecto de la alienación; o puede ser un perverso burlando la ley, entre otras alternativas.

El film comienza con dos indicios, que a juzgar por la historia que viene después, y teniendo en mente los relatos de Albert Camus, pueden resultar escasos. Edmond ve postergada una cita y se encuentra frente a frente con dos amantes furtivos en un ascensor. Todo lo que sigue es posterior a la pelea con su mujer, es decir, el relato propiamente dicho, ni un antecedente más. El relato de Camus en El Extranjero, brinda más información y urde un ambiente progresivamente enrarecido previo al acto insólito del protagonista. En este film, por el contrario, lo importante son las interpretaciones posteriores al acto, donde se mezcla la perversión, el destino y la lógica.

El personaje es un norteamericano de buen pasar, con buena parte de las mañas con las cuales lo describiría cualquier sociólogo. Nos encontramos, entre otras cosas, con el doble discurso que niega en privado lo que sostiene en público, y con prejuicios étnicos. Nosotros los blancos tenemos demasiada presión -se lo oye decir a Edmond- previo a explicitar sus ganas de ser negro, pues –supone- la tienen más fácil, ya que nunca han aceptado algunas responsabilidades. Esta es la consideración menos ofensiva de todas las que profiere, e incluso practica, frente a una realidad que a juzgar por sus consideraciones es notoriamente adversa. No es casualidad que todos los embaucadores del film tengan piel negra.

La convicción con la cual defenestra a los negros y la presunción fatalista que gobierna su vida se distingue del titubeo con el que evalúa sus actos. La posible involuntariedad deja en suspenso la condena moral: son los obstáculos externos los que hacen a la maldad de un individuo, o es una disposición psíquica, o es la pulsión consumista frustrada, o una conciencia anestesiada a expensas del trabajo rutinario, o simplemente el destino. ¿Es, como decía Maquiavelo, que el hombre es malo por naturaleza y bueno sólo por necesidad?

En las teorías de Edmond la sociedad es un medio hostil en el que hay que defenderse de todos. Frente a la animalidad circundante, la excelente caracterización que hace William Macy lo pinta como un ser humano frágil, incluso falto de autoridad para refrenar fuerzas extrañas que actúan a partir de él sin su consentimiento. Aporías del sujeto descentrado o fuera de sí, el protagonista es momentáneamente arrastrado por fuerzas que no puede racionalizar, es decir, evaluar en términos de costo y beneficio, en el momento previo o durante sus actos. Esto puede hacerlo inimputable a ojos de la justicia de los hombres, habida cuenta de las explicaciones lógicas con las que se justifica o excusa, como los efectos de la cafeína o la “selección natural” de Darwin. El caso Edmond, entonces, da cuenta de la riqueza de una vida común que no puede ser juzgada por el estatismo del binomio voluntad / involuntad, que enmarca todas las leyes humanas.

Su doble discurso, asimismo, no podemos interpretarlo más que como desfachatez. Lo que en su mundo privado es parte de la fantasía de coquetear con la ley para transgredirla, hasta el punto de presentarse como la revelación divina, desde una óptica externa resulta excecrable. Si seguimos esta lógica propia del perverso, no obstante, se entiende mejor el final del film, el acorralamiento y la situación que es capaz de poner un dique a la furia repentina de Edmond.

El guión de David Mamet es casi un complemento del film Un día de furia, que dirigiera Joel Schumacher y protagonizara Michael Douglas en 1992. En este film de Schumacher, la mira está puesta en las causas que pueden hacer inteligibles los arrebatos de furia; en el de Gordon, la atención está puesta en la furia misma y en sus resultados. El actor (conocido por los célebres films Fargo y Magnolia) se lleva gran parte de los laudos, por la solvencia con que logra ponerle el cuerpo a la ambigüedad que logra relativizar el juicio. Formalmente, el film es muy prolijo, alternando velocidades e inmiscuyéndose en la escena con la fuerza de un plano subjetivo cuando la cosa se pone más fulera. Habría que ver, entretanto, la validez de la afirmación de René Girard: “Cuando el antifariseísmo se usa como un artificio para aplastar a los fariseos se conviente en otra forma de fariseísmo, aún más depravada.” Quiera dársele la razón o no, el producto es muy bueno y se merece las ocho bolitas.

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