El cantante, de Xavier Giannoli



Esta nueva entrega del cine francés, que nos la venden como El cantante, pero en verdad se llama Cuando yo era cantante, es una buena elección de domingo a la siesta. Puede parecer una pequeñez el cambio del título, pero es la misma diferencia que hay entre afirmar “Soy del Frente Cívico y Social” y en otra época haber sido socialista. La nostalgia debe ser parecida. No obstante esta particularidad, el film en sí tiene un convincente tratamiento visual, los ingredientes necesarios en una suite cinematográfica, música para el recuerdo y las excelentes actuaciones de Gerard Depardieu y Cècile de France. Todo esto hace que no sea necesario estar entrado en años para saber lo que se siente.


Me recordó las películas de Sandro, pero más por la diferencia que por la similitud. En las entrañables Subí que te llevo u Operación Rosa Rosa, se asistía a las peripecias del ídolo, que no hacían otra cosa que demostrar su sagacidad para salir siempre ganando. Y las canciones de Sandro entraban como a presión, porque necesariamente debían estar ahí. En este film es distinto, porque el ídolo no gana, juega de local con temor a expandirse e incluso -mirada su vida privada en detalle- tiene un considerable complejo de inferioridad. Y las canciones no vienen a ilustrar la escena como si se tratara de un videoclip, sino que están puestas de un modo sutil.

Alain Moreau, como se llama este cantante, comparte su vida con una chiva, tiene una pantalla solar portátil en su casa y se hace mechitas en el cabello. Los datos resultan risueños, y más aún a la luz de su temor a envejecer, como dice él, “en una casa antigua”. Esa misma risa que provoca se transforma en ternura cuando nos adentramos en la historia y nos damos cuenta que la imagen de sí mismo que tiene que mantener, no se corresponde con la vida que le toca puertas adentro de su casa. En ese desfase entre su imagen pública y su vida privada está la fragilidad del ídolo, que sostiene que las mujeres se acuestan con él sólo para provocarles celos a sus respectivos maridos.

Y si bien su historia con Marion (Cècile de France) no es una demostración de esta estrategia femenina antedicha, sí lo es de los fracasos amorosos de Alain. Entre Marion y él se interponen buena cantidad de obstáculos (o personajes) que hacen difícil congeniar. En esa urdimbre competitiva de ex parejas, conquistas recientes y galaneos, hay tres imágenes sobre las que el film se detiene, porque funcionan como alegoría de la relación entre ellos: hay un volcán capaz de sintetizar la situación emotiva de cada uno; casas vacías para representar la situación afectiva de los dos; y una mujer agitada por lidiar entre escombros, para reparar específicamente en el dudoso pasado de Marion y en su dificultad para deshacerse de él.

El pasado, asimismo, es un tema que incumbe a los dos. En el caso de Alain es sobre todo el volumen de pasado el que preocupa, la rémora inevitable del paso del tiempo. Lo interesante del caso es que no lo vive angustiosamente; por el contrario, afronta sus sesiones de belleza y reciclado con ánimo. El mismo ánimo que parece ser el secreto para perdurar, para mantenerse vigente como lider de una orquesta que no se sacrifica al pop contemporáneo. Aún con su miedo a que “la canción lo deje”, a que se note que es viejo al cantarla; y con el fantasma del Karaoke que puede quitarle el trabajo, Alain se mantiene vigente cantando cada vez en menos lugares.

El contrapunto entre la belleza estilizada de Marion y la belleza posible de Alain es bueno por la ambigüedad que logra: ¿A Marion puede interesarle ese viejo seductor en proceso de decadencia, o le interesa su fama de ídolo local, que sin embargo prefiere no conquistar otros mercados por temor al rechazo? ¿O le interesa su aire paternal, su estampa de hombre fornido y experimentado capaz de cuidarla; el mismo aire paternal que presiente el hijo de Marion mientras le tira los brazos desde la cuna para que lo rescate? Todos estos interrogantes, y otros, están sugeridos, usando de manera inteligente el sugestivo recurso de la mirada, más indeterminado que el verbal, y por lo tanto más apropiado para una suite cinematográfica. Todo apunta, al fin y al cabo, a que no sea ni la edad ni el aspecto físico lo que los separa, sino un pasado que siempre retorna.

La alternancia de momentos de medida sensiblería con momentos risueños, contribuye, junto con la música, a impresarle al film ritmos desparejos que lo hacen entretenido. Es bueno también el muestrario de posibilidades con que se puede relacionar música e imagen, siendo muy cuidados ambos aspectos. Hay precisión en la propuesta de cámara, con movimientos cuidados sin sobresaltos para el ojo clásico; una fotografía impecable en el interior de las discotecas donde Alain hace sus espectáculos, y un Depardieu que le pone el alma a cada canción que interpreta. Llegado el final, cuando se descubre que la fuente que musicaliza la escena es una radio digital que tiene la apariencia de una vieja radio del tiempo de posguerra, el director nos da la llave de su película. Se trata de eso: de la sensibilidad y la inteligencia para mantenerse vigente (con dignidad) a pesar de la adversidad. Le vamos a dar 8 bolitas, porque entretiene pero no deslumbra.

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