7 años, de Jean Pascal Hattu

La medida de tiempo que establece el título, siete años, puede ser a la vez que el tiempo establecido de una condena, el tiempo disponible como para elegir una vida diferente. Las dos posibilidades, en una historia de amor, ponen en tela de juicio que la exclusividad entre los amantes y el bienestar de cada uno de ellos sea una articulación necesaria y difícil de separar. El film plantea los lastres de un amante ausente sin voluntad de estarlo (porque está preso), una enamorada de su marido que se debate entre el deber y la culpa, y un tercero en discordia que entretiene a los dos. En esa tríada se juega la historia, que puede interpretarse desde al menos dos perspectivas diferentes.

La primera, de corte más psicoanalítico, puede reparar en la voluntad de Vincent de comandar desde afuera el deseo de Maïté, poniéndole a Jean como señuelo. Se puede contar la historia de la perversión de Vincent, preocupado por manipular el deseo de su señora para asegurarse que ella estará cuando salga de la cárcel. El intento de suicidio puede interpretarse en esta misma tónica. Un diálogo entre Jean (o “el pata de bolsa”) y Vincent sintetiza esta perspectiva: “Hazlo como si fuera yo”, le dice el perverso al ejecutor. Curiosamente, el mismo parlamento podría sostener la segunda perspectiva, más cercana a la magia simpática, es decir, a la capacidad de ejercer una acción a distancia por intermedio de algún artilugio. Como el muñequito a pinchar en el vudú. Desde esta perspectiva, vemos al marido entrenar al amante sucesor para que surta el mismo efecto placentero que sabía provocar él. En ambas perspectivas, el bienestar de uno o del otro obliga a sacrificar la exclusividad entre los cónyuges.

Según la perspectiva que se elija, entonces, se pueden contar dos films distintos, logrando que cada una de las situaciones que suceden tenga significados diferentes en relación con el conjunto. La cantidad de información que el film ofrece, que puede pasar como relleno, tiene sin embargo una densidad importante según cada una de las perspectivas. Que Maïté esté aprendiendo a manejar un automóvil, y no logre superar el examen, puede pasar por una anécdota si no lo vemos a contraluz de la intención manipuladora de Vincent. Aprender a manejar podría aumentar su margen de autonomía. Que el niño que cuida Maïté encienda fósforos mientras ella está con el enviado de su marido, puede resultar banal si no lo interpretamos en el marco del estadio mágico del pensamiento infantil. Los fósforos pueden ayudar a separarlos.

El film se puebla con estos elementos minúsculos que son sustanciosos para reforzar situaciones y perfiles de los personajes. Incluso para obligarnos a cuestionarnos por qué suceden esas cosas que parecieran no tener que ver demasiado con la historia, pero que son parte de una porción incoherente de vida. Cuando digo “incoherente” me refiero a la cantidad de cosas que hacemos a diario y que pueden no tener mucho que ver entre sí, que lo único que las unifica es que le suceden a una misma persona. Esa misma incoherencia pueden tener entre sí las acciones de Maïtté, pero el guionista las selecciona sin ingenuidad. Si pierde una oferta de trabajo a causa de la culpa de no poder elegir entre una cosa u otra, y a cambio del trabajo negado recibe una sesión de cama solar, el encierro en esa tostadora humana se asemeja al producido por los hilos invisibles con los cuales la enreda su marido.

El tratamiento sugestivo de algunos temas es otro punto a favor. La relación de connivencia que contraen los dos hombres de la tríada es, por momentos, un enigma. El film ofrece algunos indicios como para dudar de que el vértice superior del triángulo amoroso sólo sea ella. No obstante, este triángulo puede contraerse en alguno de sus lados y expandirse en otros, sin perder la triangulación. La transitividad (entiéndase por esto la capacidad de algo de pasar de uno a otro), y en este punto de nuevo la magia, vuelve a aparecer cuando el lugar de cada uno de ellos se pone en duda: ¿lo hiciste por mí o por él? –pregunta ella. En ese continuo entre los amantes, el reconocimiento del lugar simbólico del otro se hace por medio de un tributo feudal de placer. La mirada esquiva durante la relación sexual reinstala el tema de la fidelidad respecto de la escisión del cuerpo y el alma, dejando entrever que la lealtad se desbalancea más hacia el costado del alma. Acostarse con el emisario del señor funda un vínculo simbólico con el dueño mayor de las tierras.

La concepción de que la mujer necesita protección, de un tutor que la ayude porque no puede hacerlo por sí sola, es más vieja que el cine romanticón hollywoodense, que gran parte de la nueva ola francesa de los sesenta continuó. En este film no sólo la tutoriza el marido desde la cárcel, que cree protegerla al enviarle un emisario; hay también otra mujer que actúa como sobreconsciencia de Maïté, que la despabíla. El paralelismo entre la situación de Maïté y la de su amiga, que no tiene a su marido ausente pero tiene que insistir para que se haga presente, ayuda a resolver una historia a partir de la elucidación de otra: ¿Nunca pensaste en tener un amante? –le dice su amiga. Es bueno para el equilibrio- remata.

Concluyendo, porque el film tiene, además, una propuesta de cámara pensada, porque trata a los personajes con la jerarquía de la perspectiva, repara en detalles y tiene una buena fotografía sin colores efusivos como está de moda, le vamos a dar 8 bolitas de paraíso.

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