El tiempo, de Kim Ki Duk



Es casi una máxima que los buenos artistas tienen capacidad para mutar dentro de su estilo. Todas las películas de Kim Ki Duk mantienen una unidad en cuanto al tratamiento de los símbolos y la forma de resolver la historia, pero cada una de ellas, a su vez, es singular. En este film del director coreano, a diferencia de los otros, hay mucho diálogo y un montaje acelerado, velocidad que obedece tal vez a las locaciones que le imprimen el tiempo de la gran ciudad. Singular, es cierto, pero el director vuelve a la carga con su bagaje de artista plástico, con su agudeza para la elección de colores y balances, en esta oportunidad con una propuesta que pareciera estar homenajeando a la serie Los amantes, que René Magritte pintó a fines de los años veinte.


En el cuadro de Magritte dos amantes, con sus cabezas enteramente cubiertas por tela, se besan. Puede que se amen sin verse, sin conocerse; o puede que no necesiten verse para amarse, puesto que ya se conocen, o porque no es importante verse para amarse. El cuadro en sí plantea estos interrogantes, lo que hace este director a partir del cuadro es decidirle una historia, componerles una vida a cada uno de esos personajes pintados. Podría decirse, entonces, que este film es el espesor del cuadro de Magritte.

Kim Ki Duk compone una historia donde lo que prima es el sentido de la vista, para negar que sea el primordial. El tema principal, la opción por la cirugía estética, determina el destino de estos personajes que se ven entre sí, pero se desconocen. El tiempo todo lo cambia, y algunos de esos cambios son irreversibles. Después de una cirugía estética no se puede volver a ser la misma persona, por más alma desligada del cuerpo que se pueda tener. Pero ser diferente no salva de los errores cometidos antes, que no se solucionan siendo otro. Cuando podemos acceder al monólogo interno de ella, que habla en voz alta distante de la cámara, nos confirma que llegado a un punto, para los amantes, lo visual pierde sentido.

En esas idas y venidas del conocimiento y del desconocimiento mutuos, cuando tan importante como encontrarse es el buscarse, toma forma una metáfora de la relación amorosa que hilvana todos los episodios del film. Los personajes están preocupados por saber si siguen eligiéndose el uno al otro, mientras buscan esa seguridad se nos pasa el film como si nada. Habría que ver si en esta necesidad de saber no se oculta una voluntad de poder, porque quien sabe puede prever y controlar el futuro, o al menos tiene esa ilusión. ¿Por qué, si no es así, mucha gente se angustia porque creían conocer a alguien que les salió con un martes 13? Aún esta voluntad por asegurarlo todo, hay algo que no pueden prever, pero para saberlo los invito a que vean la película, y reparen en la sensación que produce el desconocimiento, que es tanto de los personajes como del espectador.

Un gran acierto de la historia es que no plantea a la cirugía estética como estrategia para palear la juventud perdida, como se acostumbra. El director se sirve de una costumbre común en Corea, que es quitarse la marca de los ojos rasgados para diferenciarse y congeniar con un ideal de belleza extranjero. Retoma esa costumbre para tratar el tema del desasosiego del amante. Por el tratamiento narrativo elegido, no sabemos por qué los personajes hacen lo que hacen. Ellos accionan, hacen y deshacen sin justificaciones. El film se exime de mostrarnos las razones de los personajes, por lo cual cada uno de los espectadores puede atribuirle las que quiera. Sólo en dos oportunidades el amante abandonado justifica sus flaquezas por ser humano, pero tal ambigüedad no hace sino instalar con más fuerza el problema del por qué, nuestra debilidad por buscar entender el accionar de los personajes en relación con su trayectoria dentro del drama.

Respecto del estilo de Kim Ki Duk, decía, el manejo de los símbolos visuales lo identifica. Utiliza símbolos simples que sin embargo tienen profundidad connotativa y un grado importante de universalidad. Las manos, el agua, las esculturas, los vidrios rotos, las máscaras, son signos que se repiten en diferentes momentos del film para simbolizar un estado anímico, un momento de la relación intersubjetiva, o para cifrar significados en una imagen que el espectador interprete según las convenciones que comparte. La escultura de las manos, por ejemplo, puede simbolizar los límites de la acción, la impotencia de quien desea más de lo que está a su alcance; pero como objeto material puede ser el lugar donde reposan los amantes o donde lloran la pérdida. Lo mismo sucede con los pájaros, que se conquistan revoloteándose, de manera similar a los seres humanos, simbolismo que Kim Ki Duk resuelve con maestría planteando una escena dentro de otra escena.

En conclusión, el film plantea una excelente intersección entre cine y pintura, al proponer una historia para los amantes del cuadro de Magritte; historia que pone en tela de juicio la importancia de la vista y se construye hilvanando giros inesperados. La pregunta queda planteada: ¿Cuánto los amantes se estiman y reconocen por sus cuerpos o cuánto por sus formas de amar? La suma de todo le da como resultado 9 bolitas y media.

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