Funny Ah Ah, de Andrew Bujalski



¿Cómo podría definirse al cine independiente? Podría decirse que es un circuito de producción y distribución alternativa de cine cuya temática y/o tratamiento audiovisual no atrae al tipo de productores preocupados por reembolsar lo invertido, y ganar más. El cine independiente se autogestiona y autofinancia, ahí radica el quid de la cuestión, más que en el espíritu inconformista y la diatriba contra la situación actual de las cosas. Esa independencia respecto de los financistas, garantiza (aunque no asegura) la fidelidad del gesto crítico, que ya sabemos que Hollywood puede hacerlo muy prolijo también. Veamos sino lo último de Caetano...
Algunos se ufanan del cine independiente por ser la contracara del cine comercial, pero si la película pega y pueden juntar plata, se olvidan de sus orígenes. Algo de esto pasó con el Proyecto Blair Witch. El cine independiente es entonces la posibilidad de demostrar talento con poco presupuesto, y que eso sea una cinta de paso al cine comercial. Algunos otros logran resolver la escasez presupuestaria componiendo una mirada distinta, personal, rebotada contra la mirada comercial. Y buscan sostenerse en ese margen. Hacen de las limitaciones un recurso para contar historias pequeñas, poco pretenciosas y hasta podría decirse banales. Aunque también, por lo banal, podría decirse historias humanas.
Este film independiente de Bujalski empieza con una escena desconectada del resto, que sin embargo es la síntesis de todo el film. La protagonista llega al local de un tatuador llena de dudas, sin ninguna decisión firme acerca del tatuaje que quiere hacerse; incluso ni siquiera sabe si de veras quiere hacérselo. Si ella no sabe quién es y lo que desea, parece decirnos Bujalski, nosotros tampoco podemos saber mucho más de ella. Nuestro saber sobre su situación personal es fragmentario y desjerarquizado, entre otras cosas, por el hecho de que no hay un lugar donde llegar a nivel de la historia. No hay algo que deba suceder antes que lo otro, un antes y un después, un cuento. Es como si hiciéramos un film editando el registro de Gran Hermano, reparando en cómo se puebla de símbolos la banalidad, recortando los lugares comunes, aquello que se repite.
La trama del film expone una correlación entre la inestabilidad del mercado laboral estadounidense, del desempleo y la precarización laboral, con las manifestaciones del sentir. Las condiciones materiales de existencia condicionan las creaciones del espíritu; es una teoría bastante conocida. Los sentimientos inestables, elegir algo desechando otras opciones, son propios de una situación actual donde no hay parámetro de referencia que se sostenga estable. Hoy elijo A, mañana B y pasado vuelvo al A. Como si elegir algo afectase nada más que a mí, como si con eso no involucrara sentimientos de otra gente.
Estos egresados universitarios recientes, característicos de los films de este director, no consiguen establecerse en un trabajo fijo. Trabajan temporalmente y el resto del tiempo se la pasan de bacanal en bacanal, empinando el codo. Las relaciones interpersonales son un síntoma de este estado de cosas. Este mismo estado de las cosas es lo que muestra el film, sin un conflicto prefabricado por un narrador que asume la responsabilidad de contar un cuento y para eso organiza el rodaje.
El conflicto va sucediendo solo, sin estallar en discusión; y el narrador está más bien en la sugerencia de una situación para improvisar y en el montaje posterior. Hay, eso sí, jóvenes actuales entrecruzándose, y por esa razón el conflicto dramático se cuela en cualquier improvisación. No hay objetivos definidos, no hay perfiles psíquicos y sociales claros, es decir, no hay personajes sino personas en situaciones triviales. La sapiencia está en elegir la mejor parte de lo filmado.
Esta apuesta por lo mínimo, por los pequeños relatos, pareciera orientarse según un criterio de verdad. Consigue avergonzarnos el realismo que consigue una cámara cómplice, tal como si fuera un actor más mirando la situación, sin ninguna toma arriesgada. Como contracara del cine comercial, se distancia del estereotipo tanto en el tratamiento de la acción dramática como en la propuesta audiovisual, sin la grandilocuencia de la banda sonora o encuadres retorcidos. Incluso el espacio donde el film transcurre está en el margen de las grandes urbes que muestra el cine de Hollywood. La vanguardia pretende cada vez más realismo, personas comunes y silvestres y más fidelidad de la cámara al suceso. Por eso el director se hace cada vez más invisible. Sin grandes cuidados por la iluminación o el encuadre, se logra la complicidad que tienen los videos familiares.
La sutileza del conflicto latente que nunca estalla, por otra parte, choca con la contundencia de algunos otros símbolos puestos quizá demasiado adrede. En un mundo de referencias inestables, donde el sentido tiene pérdidas y todas esas cosas, ingresar a un profesor de religión es un poco fuerte. Es un buen guiño teniendo en cuenta la fuerza que tiene la religión para los estadounidenses, el pueblo elegido. Pero junto al boomerang que se hace presente en la escena final, son epílogos demasiado obvios. El ir y venir del boomerang es la indecisión de los personajes, y el religioso es la antítesis de sus inseguridades. Son como guiños en los ojos de un bizco.
Concluyendo, entre tanta indecisión de los personajes, uno espera que el que decida, y lo haga rápido, sea el director del film, y termine la película antes. Porque pasada la hora de película uno desearía que, por lo menos, se asome Caperucita, y la carcajada ocupe el lugar del bostezo. Le ponemos entonces 7 bolitas de paraíso.

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