Los últimos días, de Gus Van Sant


En la penúltima entrega de Van Sant, que llega a nuestros videos tres años después de filmada, tenemos otra versión de un tema que al director parece desvelarlo: lo que puede producir el sueño americano. En Mi mundo privado, un nene bien elige ser un marginal, embarcado en vivir una vida diferente mientras se prostituye con su narcoléptico amigo y juntos buscan a la madre. En Elefante, un niño bien, de buenas a primeras mata a muchos compañeritos de su escuela. En Los últimos días, Kurt Cobain, líder de Nirvana, se recluye en una mansión decadente huyendo del éxito y las llamadas de los managers. Según lo dijo el mismo Cobain, lo último que quería ser era famoso. Y este film es, desde muchos costados, fiel a esa idea.
En los films de Van Sant, el sentir diferente lleva derechito a la locura. Quienes advierten, de alguna u otra manera, el funcionamiento de la sociedad, y no concuerdan con sus formas, se desquician. El protagonista de este film reniega del éxito, o mejor decir, de las formas de entender el éxito. Por eso se retira a una mansión sórdida, después de haber huido previamente de la clínica de rehabilitación. En esa casa y sus alrededores pasa sus últimos días, con su demencia, con los sonidos de su cabeza, con su música interior. Se entremezclan rezos y campanadas de iglesia, con el trajín de la ciudad. Todo lo apabulla, hasta la cámara cuando lo persigue por detrás mientras camina por el parque de la mansión. La misma cámara que a plano abierto y distante hace más inmensa la soledad de sus últimos días.
¿Por qué elige esa vida alguien que podría tener mejores opciones? ¿Cuándo comienzan sus días a ser los últimos? Hay señales de que en cualquier lugar que estuviese sería perseguido: hay un televisor con videos pop, hay gente que hace como que no está. En todos los lugares hay televisores y habrá gente. Además, la madre tenía lo mismo a su edad. ¿Cuáles fueron entonces sus primeros últimos días? ¿El momento en que algo hizo crack en su cabeza o cuando el código genético le tocó en suerte, sin poder elegirlo? Hay un final que es la muerte de Cobain, pero lo que sucede antes no lo anticipa, y esa alteración de la linealidad narrativa es un logro del director. Cobain no muere de sobredosis porque se la pasa drogándose todo el film.
Nunca lo vemos drogarse, aunque podemos inferir que lo hace si nos atenemos a lo que consideramos como efectos típicos. Come cereales y está en contacto con la naturaleza; según lo que Van Sant muestra y oculta pareciera ser un tipo sanamente demente. No se incurre en la violencia de mostrar con insistencia al adicto en ejercicio. Sabemos que muere de sobredosis porque lo dice uno de sus convivientes después de que lo vemos muerto, asustado de que puedan inculparlo de proveerle drogas al occiso. Esta decisión narrativa, la de ocultar la causa y mostrar los efectos, junto a las escenas donde lo vemos interpretando su música o escribiendo, son sustanciales maneras de desmitificar la figura del adicto a las drogas como alguien que sólo se especializa en estupefacientes. Hasta aquí todo viene muy bueno, pero se arruina con un texto final que echa por tierra la posibilidad de que los últimos días de Cobain hayan sido así. “Aunque esta película se inspira en los últimos días de Kurt Cobain, la película es una obra de ficción y los personajes y eventos presentados en la película también son ficticios” – escribe Van Sant para salvarse.
Puede que esto tenga como causa la modalidad de trabajo del director, que trabaja sobre una idea general que nunca transforme en un guión al detalle. Se trabaja sobre ideas previas y se deja que los actores improvisen, después se edita. Incluso los personajes, en su mayoría, tienen los nombres de los actores, deshaciendo esa barrera concisa con que solemos pensar a la persona del actor separada del personaje que compone. Entre los actores-personajes, por otro lado, están quienes compusieron parte de la banda de sonido. Con esta modalidad de trabajo es cierto que la película no puede sino “inspirarse” en el hecho real que cuenta. Pero, de igual manera, eso no quita que la obra pueda animarse a no aclarar su cualidad ficcional, es decir, que pueda animarse a decir que fue así como sucedió de verdad, ofrecerse como un relato entre otros.
El protagonista, como Cobain lo deseaba, pasa sus últimos días sin gloria. Quien lo busca sin demasiada devoción es un detective privado, que nos resta a nosotros saber mandado por quién. Todos los demás abonan su ausencia, o lo recuerdan estratégicamente cuando necesitan financiamiento. Su madre está un momento, pero cumple la misma función que los managers, recordarle sus obligaciones no cumplidas. “¿Le dices a tu hija que eres un clishé del rock?”, pregunta la madre, y con ese golpe bajo sumamos un dato más para entender sus últimos días, contados con centro en el protagonista, pero sin ninguna anatomía de sus pasiones, sin la pretensión de echar luz sobre los sucesos, sino siguiéndoles el rastro como suceden. Ningún médico psiquiatra, como suele suceder, está para ponerle un nombre a su dolor. El punto de vista externo es el del espectador, que junta información para enjuiciar a gusto. Van Sant sólo nos aclara que la muerte de Cobain es una ascensión, con una toma fantasma simple aunque esencial.
Paradójicamente, la ficción redime a Cobain pero no a Van Sant, que no hace sino escudarse en ella. Le doy entonces 8 bolitas de paraíso.

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