Crónica de una fuga, de Adrián Israel Caetano


Una fuga es, como indica el sinónimo, una huída. Además, para los músicos, una fuga es una composición que gira sobre un tema y su contrapunto, repetidos con cierto artificio por diferentes tonos. El último de Caetano trabaja estos dos sentidos: la historia es la de quienes escaparon de la Mansión Seré, un centro clandestino de detención que funcionó durante la última dictadura. Y el film es una fuga donde la disonancia se resuelve en consonancia, o –para decirlo atropelladamente- un film más de la larga lista de regresos del tema “Dictadura” o situación traumática. Lo saben bien los músicos, la calidad de la fuga depende del partido que se saque del contrapunto riguroso de una única idea. Pero bien dije: lo saben bien los músicos, mas no Caetano.
Resulta al menos novedoso que en la crónica de una fuga, lo que menos cinta ocupe es la ideación del plan y el cumplimiento de la huída. Lo que podemos observar más detenidamente son los prolegómenos del escape: el maltrato físico y psicológico de quienes han sido privados ilegítimamente de la libertad. Vale observar que con una morbosidad muy recatada, como no acostumbra el cine que versa sobre esta temática. En esta descripción de las condiciones de vida de los secuestrados, asistimos a un buen muestrario de la diversidad: el milico malo a rabiar, el milico bueno pero interesado y los pinches torturadores, todos en la misma cruzada contra los subversivos. Marco Bechis fue más lúcido cuando en Garage Olimpo mostró que la tortura podía ser un trabajo como cualquier otro, que no precisaba de la convicción ideológica. Pero tratar con esa alienación ante el dolor de los demás es demasiada sutileza.

Entre la lista de los demás ingredientes infaltables en films y relatos sobre la temática está el tema de la traición, las figuras del quebrado y los blanqueados y la vedette Pentotal. Por un lado, son buenos indicadores de que detrás de estos secuestrados particulares hay una máquina de matar montada, una secuencia de pasos ensayados a seguir. La escena donde llega la ración alimentaria para repartir, vista a través de una inexplicable toma de cámara giratoria, se entiende en este mismo sentido. Pero, por otro lado, no deja de ser la repetición de la obviedad, fruto quizás de una voluntad de contarlo todo o de una memoria que ha mezclado las vivencias privadas con los relatos públicos. Porque olvidé decir que el film está basado en un libro autobiográfico de Claudio Tamburrini.

¿Cuándo será el momento en que el cine deje de rondar el trauma para problematizar más a fondo en sus efectos, como lo supo hacer -casi siempre con astucia- Alejandro Agresti? No me asusta el tema, lo que me asusta es lo que se hace con él. Sobre todo lo que hace la política oficial con la memoria del Proceso. El cuento de los jóvenes idealistas, en el cual la memoria es vaciada de contenido político, donde los desaparecidos son nada más que desaparecidos, desvinculados de toda agrupación política, ese cuento ya no se sostiene. La candidez de un mimeógrafo y una bandera roja con una consigna remanida, capaces de incriminar hasta quienes no eran militantes pero tenían circunstanciales contactos con las organizaciones políticas, alcanza para desmitificar a los setenta como la era de los mártires políticos por excelencia. Pero esa desmitificación se pasa de la raya, dejando a los secuestrados ideológicamente indefensos frente a la fobia al rojo de los milicos. Estas son las películas que distribuye la Fox.

La distinción de las demás películas iguales (o el contrapunto de la fuga), Caetano la busca a partir de la propuesta de cámara. Ya que no tiene un planteo novedoso acerca de la eficacia de las ideas para gestar un cambio social efectivo, el Director elige jugar con la cámara. Comienza mostrando al amo por medio de planos en picado y al esclavo en planos contrapicados, con una cámara que repta; desafortunadamente no se anima a sostener esta coherencia todo el film. Todo lo sólido se desvanece en el aire... Hacia el final priman los planos cerrados, que aseguran una coherencia de época, evitando que se escape algún anacronismo. Los mismos planos cerrados son usados antes, junto a planos detalle, para componer las escenas de suspenso, que son bastante buenas. Nada más habría que preguntarse si sería suspenso el de Caetano sin el acompañamiento de la música incidental y la alteración del ritmo del montaje.

Respecto de las actuaciones, el paisaje es ecléctico. Desde el borrón de Diego Alonso, a quien no le sienta bien el papel de amo como el de esclavo; hasta Nazareno Casero y Rodrigo de la Serna, que demuestran la buena cepa de actores que son, una vez más. Marmorato y Delgado son casi de la misma cepa de esos actores que entienden que actuar para cine no es lo mismo que actuar para teatro o actuar para la familia. En el medio está Pablo Echarri, que no sé si será por los bigotes o qué, pero es la primera vez que deja de ser el carilindo que sirve para salvar malos guiones. De igual manera, su humilde contribución no alcanza a salvar lo insalvable.

Reconsiderando, la baja densidad del morbo y algunas muy buenas actuaciones, justifican que rasguñe 5 bolitas de paraíso. Con la condición de que se esfuerce para la próxima.

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