La noche del Señor Lazarescu, de Cristi Puiu



Cine rumano de primera calidad, el segundo largometraje de Puiu estremece con su densidad dramática que no tiene ni un golpe bajo ni un efecto añadido. Una cámara sin demasiadas pretensiones, sin tomas jugadas, revela el espesor de los espacios que recorre. Sin focalizar demasiado e igual registrando todo, como un par de ojos curiosos indaga en la cotidianeidad propia de cada lugar por donde pasa, ofreciendo piezas para un rompecabezas que, si se lo arma, es una buena postal de la oferta pública de salud rumana, el celo distintivo de los profesionales de la salud y la vulnerable condición del ser humano ante la pérdida, los valores sociales y la ley.

El Señor Lazarescu es un viudo de 63 años que, a juzgar por el mobiliario de su casa, no aparenta tener ingresos escasos. Según sabemos por el vecino, este abuelo es ingeniero, pero no ejerce más que la cohabitación con la soledad de sus mascotas. Viudo y sin su hija, que vive en Canadá, este abuelo taciturno opta por convivir con gatos pulgosos que escandalizan a los vecinos, y ahogar sus penas en alcohol. Esas ausencias sobrevuelan el departamento, dejando marcas en una cama destendida, en pósters de estrellas pop y plantas cuidadas, todo esto en una habitación que ahora utilizan los gatos para dormir mullidos. La añoranza de ese tiempo pasado, materializada en esta habitación, es la misma que lo embelesa cuando observa la convivencia de la pareja de vecinos. El perfil solitario del personaje tiene el mérito de ser indicado mayormente con imágenes, sin redundar con palabras, que son pocas y llegan después de habernos mostrado la desolación del lugar.

A pesar de estar operado de una úlcera en el duodeno, Lazarescu reincide con las bebidas espirituosas. El film empieza en mitad de una descompensación repentina, con jaqueca y vómitos incluidos, que busca palear automedicándose y llamando al servicio médico de urgencias, que llega 35 minutos después de la llamada, ni bien se inicia el film. La enfermera que llega en su ayuda tiene para cada síntoma un remedio, subsanando ese pequeño vicio profesional con su humano compromiso con el enfermo. La enfermera es quien se encarga de acompañar al Señor protagonista durante todo su itinerario por los tres hospitales públicos que tiene que atravesar, para ser finalmente aceptado en el cuarto. Este personaje es enigmático: ¿qué es lo que mantiene a la enfermera al lado de Lazarescu; su humanidad, la ética profesional o una necesidad narrativa del film, porque el abuelo no puede ir por sí solo de un hospital a otro? ¿Alguna de estas cosas o todas a la vez?

La enfermera sigue a su lado aunque los médicos la desprecian, recordándole que su saber es limitado frente al de ellos, y que por tanto su capacidad de acción es reducida. Los médicos, algunos más que otros, operan con frialdad, anteponiendo la ley a cualquier arrojo humano. Dos conceptos de lo público entran en discusión: lo público en términos de derecho y lo público en términos de obligaciones, cruzada la discusión por los celos de los profesionales de la salud, cuyas reglas corporativas dividen aguas entre esas dos concepciones. ¿Cuál es el deber del médico frente a los derechos del ciudadano? ¿Hay enfermos más atendibles que otros?

Responder esas preguntas se complica, sobre todo por el estado inorgánico de la organización del servicio de salud rumano, al que llamar “sistema de salud” es desacertado. Parece no existir regionalización de los servicios de salud, es decir, una organización de la oferta de salud en base a criterios espaciales (radio de cobertura del nosocomio) y de calidad de la oferta médica (alta complejidad, clínica general, medicina especializada, etcétera). Sin criterios definidos y públicamente difundidos, es imposible articular la medicina ambulatoria con las urgencias hospitalarias, y esta carencia hace que el Señor Lazarescu boye de hospital en hospital esperando atención. Un accidente automovilístico de considerables dimensiones, satura la capacidad de atención médica, y el caso del protagonista resulta menos importante que el de los siniestrados.

Todos los médicos desconfían del alcohólico. Hay una dimensión de la historia personal que en un hospital público siempre se escapa, pero que el espectador del film conoce por haber sumado indicios viendo al anciano en su propio hogar. La ternura de un personaje que reclama cariño nos instala en la idea de que, si lo suyo es el alcoholismo, no se trata de una opción sino de una fatalidad. Las asociación que está más a mano, la de bebedor y golpeador, sólo nosotros que pudimos espiar al Señor Lazarescu sabemos que es incorrecta, pero él no puede hablar para defenderse. En el trajín de recorrer hospitales va perdiendo la conciencia, sufriendo regresiones, perdiendo sus rasgos vitales. El trato que se le dispensa es el que puede recibir cualquier miserable, peor quizás porque se trata de un viejo miserable. Y ya sabemos que los imaginarios sociales no aceptan discusión.

Para terminar, el único problema del film es que, si bien dura dos horas y media que no aburren, no están claros los saltos temporales de una historia cuyo tiempo real es de seis horas como mínimo. No obstante, la sensibilidad del guionista y del director, alcanzan para justificar las 9 bolitas y media de paraíso.

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