Samsara, para la religión budista, es el mundo de los fenómenos, que hay que atravesar enhiesto para alcanzar el Nirvana, el punto cúlmine, el grado cero del deseo, que es lo mismo que el grado cero del sufrimiento. Los métodos para alcanzar el nirvana están sugeridos por el Sendero Óctuple, que indica una serie de acciones y omisiones correctas. El protagonista de esta película dedica 20 años de estudio y tres de meditación ininterrumpida en reclusión para alcanzar el título de khenpo o maestro de vida, pero el estrógeno lo descoloca del sendero correcto y lo ubica en otro donde elegir siempre es un doloroso dilema.
El film transcurre en un minúsculo poblado indio ubicado en el Himalaya, zona de frontera cultural entre la India y China. Por eso no es raro encontrar ojos rasgados obnuvilados por bellezas con tercer ojo. Es característico de las sociedades de esta porción geocultural, la existencia de un conjunto de leyes con sanción divina, de cuyo cumplimiento depende el buen funcionamiento de la sociedad y su máquina simbólica. La indistinción tajante entre lo sacro y lo profano, como entre lo correcto y lo condenable, da forma a un disciplinamiento social que funciona en base a nociones de pureza, de entre las cuales el autocontrol de las pasiones es uno de los pilares básicos de las costumbres en común. Tashi, el protagonista, que dedica su vida a despojarse de miles de deseos propios para conquistar un único deseo de plenitud, aún así tiene “sueños húmedos”. En una sociedad donde no hay filósofos que aseguren la escisión entre el cuerpo y el alma, las manifestaciones orgánicas consideradas inmundas, son indicios de que algo no funciona bien en el alma. Este khenpo, a fin de cuentas, no enseña a los otros monjes más que las flaquezas de su espíritu.
Me queda la impresión de que las flaquezas de Tashi son un resultado de la acción que ejerce el entorno sobre él, que su voluntad no opera más que obedeciendo estímulos externos. La mujer, en el clásico papel de pérfida seductora y la vileza del comerciante, lo obligan a Taishi a ser infiel a su condición de maestro emocionalmente equilibrado y tirar por la borda los años de reclusión y meditación en el monasterio. Lo prohibido, reforzado iconográficamente, se compone con mujeres dibujadas en posiciones comprometidas y exhibiendo partes pudendas. Tanto en la bidimensión del dibujo, como en la tridimensión del cuerpo presente, las mujeres simbolizan el peligro a un costado u otro del dilema: el Nirvana o la mujer, la esposa o la amante. Como contraparte, tanta desconfianza al segundo sexo, queda sopesada con un planteo interesante sobre las condiciones del heroísmo. Quizás Sidharta le deba a su mujer la iluminación que lo transformó en Buda, quizás ella le indicó el camino de la solidaridad y la renuncia. Esta duda se enlaza a otro momento muy bello del film, donde queda expreso que mejor que pensar en términos ontológicos (en términos de lo que es o lo que no es) es pensar en términos de posibilidades (lo que las cosas pueden llegar a ser), y tamaña reflexión a propósito nada más que de una rama en el agua.
La narración, que se inaugura con una pregunta y se cierra con una respuesta a la misma, a modo de moraleja, insinúa que en la vida mundana también se puede alcanzar la iluminación, contradiciendo el planteo más dogmático de que el ascetismo es la vía al Nirvana. La afirmación de que para renunciar es necesario haber poseído tiene una lógica inimpugnable, y como sostén del argumento del film está claramente demostrado. “Todo lugar en el que entras en contacto es un lugar para practicar el camino a la iluminación”, dice uno de los personajes, y eso me despierta las ansias de que nuestros políticos devengan budistas.
Por otra parte, atendiendo al costado más formal, el film realiza un notable tratamiento del tiempo del relato. Como parece ser distintivo de buena parte del cine oriental, el ritmo no tiene apuros, como tampoco lo tiene quien espera la venida de lo mismo. Ese pasado que siempre se actualiza como modelo de orden, tiene un colorido que nuestro cine no puede más que envidiar. Que nuestra historia no puede más que envidiar. El paso del tiempo no precisa de cambios en el espacio para hacerse notar, porque la elipsis temporal se puede resolver con un juego de cámara que no interrumpa la continuidad visual, las referencias espaciales. Asimismo, cuando la discontinuidad visual se produce, es tan sutil como indicativa: el paso del pelo largo a la cabeza rapada y del cuerpo vestido a la desnudez, no altera el resto de la composición del plano.
El pasaje entre fantasía y realidad, vigilia y ensoñación, deseo y realización se resuelve por montaje de manera excelente. Las escenas de sexo son magistrales. Aunque la historia podría contarse en una hora, vale la pena sentarse 138 minutos a disfrutar de la dramaturgia de la luz que propone Nalin, y de la puesta en escena de las imágenes. Por eso le doy 8 bolitas de paraíso.
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