Seleccionada como mejor película en Cannes, esta vez Sembene se presentó con una coproducción entre varios países africanos y Francia. Para quienes no lo conocen, Sembene es un director senegalés de 81 años, escritor y activista, formado como cineasta en Moscú, que formó parte del ejército de liberación francés, militó en el PC, volvió a Senegal en 1963 y en ese mismo año filmó su primera película de una larga lista. Desde algunas películas atrás, su preocupación ronda alrededor de la sujeción femenina en la sociedad africana, y en esta película viene a plantear el espinoso tema de la ablación genital, motivo de disputa para los relativistas culturales. La película muestra, tal vez ingenuamente, como los medios de comunicación (el afuera) pueden generar la resistencia femenina en el interior de una aldea (el adentro) a la dominación masculina hecha cuerpo. Es decir, en qué condiciones socio-culturales actúa el discurso de los medios de comunicación para permitir que la mujer se emancipe de las categorías que el poder cultural le brindó para pensarse a sí misma. Eso es “lo político” del film, su contribución a la generación de una comunidad de conciencia a partir de una subjetividad resistente, ofreciendo un ejemplo de lucha anclado en la cotidianeidad de quienes padecen.
Moolaadé significa varias cosas, y en esa polisemia obtiene su eficacia como dispositivo comunitario de control. Consiste en el “derecho de asilo”, de protección, que en este film ofrece una mujer rebelde (o comúnmente llamada LOCA) para cuidar de unas niñas que se niegan que sus genitales sean mutilados. Esta costumbre aldeana ilustra cómo funciona el poder cuando se ejerce en la proximidad, cuando lo público y lo privado no tienen límites definibles como entre nosotros. La religión sacraliza la tradición, justifica la obediencia al varón mayor, y al mayor de los varones o jefe de la tribu, que es generoso con su dinero (como si se tratara de planes Trabajar). Según la tradición, para calmar al espíritu del primer rey hay que hacer correr sangre, y por eso la ablación es una cuestión sagrada, y el moolaadé una interrupción de la normalidad.
La tradición establece las posibles transgresiones y la forma de subsanarla, como dice uno de los participantes de la asamblea de hombres que gobierna la aldea: “Nuestros antepasados tienen la alternativa”. La alternativa consiste en que el marido obligue a la esposa a que pronuncie la palabra redentora, para que culmine el moolaadé, y así las niñas sean liberadas y purificadas. Su mujer, que ya se había opuesto a la ablación de su última y única hija viva, no pronuncia la palabra ni por los latigazos que le prodiga el marido en un castigo público. Ella sostiene que la purificación es una cosa y el mooladé es otra distinta, que las “salindanas” (mujeres encargadas de la ablación) son asesinas y que el Islam no obliga a cortarse, como lo escuchó en la radio.
La radio, el hijo del jefe de la aldea venido de Francia y el comerciante, son los tres elementos que vinculan la aldea con el exterior, y en su condición de forasteros son los agentes del cambio. La radio permite el acceso a un saber subversivo, mostrando el clásico enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, y por eso confiscan las radios a las mujeres. “Nos quieren cerrar la mente”, dice una de las aldeanas, y otra repica “¿cómo pueden cerrar algo invisible?”. Como artilugio narrativo es un poco grosero, porque la aceptación de la dominación masculina suele ser más sutil. El hijo que vuelve de la metrópoli francesa, por otro lado, es el híbrido capaz de citar a Césaire y alabar la televisión. Viene con ideas innovadoras que escandalizan a su padre, como la elección personal de la esposa, y esa mirada medio extranjera medio local, lo acerca al comerciante, a quien llaman “mercenario”. El comerciante es casi el “eje del mal”, portador de ideas disruptivas y defensor de la subversiva frente a los azotes del marido. Es quien debe irse de la aldea para no morir quemado.
Como es políticamente correcto en estos casos, el bien triunfa, para reforzar lo aleccionador de la lucha que se muestra. Las mujeres consiguen terminar con la ablación y el vástago rebelde casarse con la “bilakoro”, que es como llaman a la mujer no mutilada, es decir, no purificada, que ningún hombre quiere ni tocar (o al menos eso declaran). Antes del simbolismo final, cuando el vértice superior de la mesquita (símbolo de la tradición) es empalmado con la subsiguiente imagen de una antena de tv (símbolo de la modernización salvadora), antes de ese final a todo símbolo, el hijo insurrecto clausura el significado del film, para que no queden dudas...diciendo: “Es fácil pegarle a un hijo. Pero la era de los pequeños tiranos terminó. Desde hoy tendré el tv prendido para siempre.”
Lo que me hace ruido es que un film político tenga la necesidad de ser tan nítido en la identificación del problema y en la receta para resolverlo, controlando la aleatoriedad de las interpretaciones. La demanda de globalización es, por un lado legítima, si pretendemos asegurar igualdad de oportunidades para quienes quieren desempeñarse en el mundo, más allá de cómo usen la tecnología. Pero, por otro lado, debajo de esa demanda de globalización hay cierta idealización de lo externo, no exenta de candidez, como el lugar donde se aloja el progreso que falta en la aldea. Este paraíso exterior queda desmentido por el sólo hecho de que, aún cuando las mujeres no están tan desembozadamente sujetas al poder masculino, no contamos con ese derecho de asilo entre nuestras costumbres. La otra flaqueza es la figura del héroe-mártir que encarna la mujer subversiva, capaz de sumar voluntades con sólo sufrir, sin ninguna discusión mediante con sus congéneres, como si su convicción bastara para contagiar a las demás. Síntoma de una forma de hacer política que escandalizaría a la racionalidad global.
Más allá de esto, el film es visualmente impactante, una puerta de acceso a la cotidianeidad de una tribu africana, de minuciosa factura. Puede ser entonces un buen insumo para cuando decidamos reconocernos diferentes y sin embargo igualmente humanos. Por eso le doy siete bolitas de paraíso.
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