Hamaca paraguaya, de Paz Encina



Cine paraguayo suena como una categoría vacía, inexistente. Sin embargo, existen buenas producciones, premiadas internacionalmente, aunque la de Paz Encina es la primera que sale victoriosa de Cannes. No podía esperarse menos, y por tal razón sólo se oirá de mí las razones que tengo para invitarlos a ver Hamaca paraguaya. Una película clara, exacta, hecha con la máxima “menos es más”, frugal y demoledora. Sólo ellos dos, ancianos, y todo lo demás es voz sin carne, pudiendo ser hasta pura imaginación. ¿Son personajes, son dos psiquis que dialogan, o son efectos de los diálogos, que van a contratiempo de la imagen? Un texto que si fuera leído sobre un constante fondo negro, sería igual de bueno, aunque con la imagen hace un balance justo.

Cuando estamos acostumbrados a escuchar que el tiempo gobierna nuestra relación con el espacio, porque nos permite dar cuenta de sus cambios, que son inexorables con el paso del tiempo, Encina nos plantea algo diferente. Qué pasa cuando el espacio es siempre el mismo, inmune al tiempo, pero el tiempo, a su vez, también es siempre el mismo, como la venida de lo eterno. Y en ese siempre igual del tiempo en el espacio, se revela la fragilidad humana de los ancianos, que los hace tan universales y extempóraneos: la tristeza ante el hijo que no vuelve de la guerra, la lluvia que no resuelve la sequía, el tiempo de vida que transcurren juntos, la espera de la muerte. Sin artificios, sin flash back, raccords o alguna otra artimaña que suelen usar los cineastas para dar cuenta del tiempo que transcurre, la directora apela a una cámara fija y diálogos tan simples como lúcidos. La situación dramática tiene un parecido de familia con un cuento breve de Ana María Shua, del libro Casa de Geishas, que los invito a que lean y hagan la prueba del contrapunto.

Ellos se estorban pero son vitalmente necesarios uno para el otro. El ejemplo más claro de lo que muchos de nosotros tenemos miedo de alcanzar, cuando nos imaginamos viejos, con los sillones y en chancletas posando en la vereda, habiendo quedado sólo para eso. En sus diálogos en guaraní se disputan el lugar legítimo del hombre y la mujer, el trabajo por hacer, los motivos de los ladridos del perro y la sensación ante la muerte, todo con el mismo tono austero, con la misma importancia. Los vemos desde lejos, respetando su intimidad, en un espacio balanceado donde la hamaca paraguaya ocupa el lugar preciso para sostener el equilibrio de lo poco que sucede fuera de ella. La imagen obliga a preguntarnos: ¿Qué es lo que cambia? ¿Qué grado de movimiento nuestro ojo está acostumbrado a percibir? La cámara no se mueve, queda fija la mayor parte del tiempo, porque no puede captar la imaginación de los personajes sin artificios, en un film muy al natural, que muestra los límites del cine para captar la experiencia humana íntegramente.

Todo lo que no se ve decide la suerte de lo que está dentro del cuadro que vemos. Reinciden en mirar el cielo varias veces, y expresan más de una vez el deseo de que su hijo no muera en la Guerra del Chaco. La salvación es eso que tienen que ocurrir y que no pueden manejar, que no depende de ellos. El ladrido de la perra que nunca se ve los ahuyenta, pero es preocupante que deje de ladrar, porque no pueden saber si sigue viva. “Esta perra se quiere morir, como si no tuviera uno tristezas”. El tiempo diurno los encierra dentro del cuadro de la hamaca paraguaya, de donde salen sólo cuando es noche, porque no hay que oscurecer en la hamaca como quien no se duerme en los laureles. Una lectura política podría rescatar este hecho de que durante la noche hay que jaquear al tiempo y cambiar el espacio que habitamos para zafar de la muerte, como quienes esperan que durante un tiempo de crisis se decida cambiar nuestra existencia hacia ese otro estado que está fuera del cuadro, logrando una nueva forma de habitar el mundo accesible después de andar la selva.

Los personajes intercambian sus roles: ¿quién no se haya cómodo en la hamaca o quién se siente contento con su suerte? La hamaca paraguaya es el soporte desde donde se tiene experiencia dramática del tiempo, y es el lugar de la indefensión ante el destino, tragedia contada con una liviandad ponderable: todos se mueren menos ellos dos, que sin embargo parecen maduros para morirse. “Creo que sin mí te morirías”, dice uno de ellos, cuando podría decirlo cualquier de los dos. “No le importamos a nadie, Ramón”, afirma ella. La alegoría de Latinoamérica a esta altura ya es ineludible: este continente es un montón de tiempos desfasados, que conviven a la fuerza o armoniosamente, y que tampoco parece despertar la sensibilidad de nadie, aunque sí la vileza. Las grandes ciudades modernas, donde el tiempo se acelera por la novedad; y el resto, donde el tiempo regresa, reincidente. En Latinoamérica, además, nos hemos acostumbrado a esperar la salvación desde afuera, y tampoco hay que anochecer en la hamaca.

Visto y considerando: la maestría de la simplicidad formal que consigue acompañar diálogos que sólo aparentan ser inocentes, la composición de la espacialidad del encuadre, la sutileza de no decirlo todo sobre la angustia existencial de los personajes, y las ingeniosas formas de abordar siempre lo Mismo, Paz Encina se vuelve a casa con 9 bolitas de paraíso.

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