Hermanos, de Susanne Bier



Susanne Bier es una directora multipremiada, notable, que logra en este film narrar una historia con una pericia poco común. Consuma así el ingreso a la lista de grandes directores daneses, como Dreyer y Von Trier. Junto al guionista se preocupan porque todas aquellas predicciones que podamos hacer mientras vemos correr la historia, sean desacertadas. Un buen balance entre opciones narrativas y tratamientos de cámara que logra crear expectativas y descolocarnos, una estrategia bien elegida para tratar con una historia que suele concluir siempre en moralina condenatoria: la historia de un hermano capaz de “escupirle el asado” a su hermano mayor. Por causa de la supuesta muerte en guerra del preferido de papá, la oveja negra de la familia escala posiciones ante la supuesta viuda y sus hijas.

El principio es contundente, por la frase y el conjunto de signos que vuelven a aparecer llegando al final, ya que disparan una cadena importante de conjeturas. Dice una voz masculina que al primer momento no identificamos todavía: “Siempre te querré. Es la única verdad que reconozco. Nada es verdadero o falso bueno o malo. Pero te quiero. Es todo lo que sé.” La fuerza de la afirmación es un obstáculo que nos mantiene en vilo el resto del film. ¿Quién es el que A PESAR de todo dice querer? ¿Qué delgado hilo une la arena esparcida por el viento, la gramilla y un ojo color celeste? Con el correr del disco vamos entendiendo la lógica que gobierna la arbitrariedad de estas asociaciones.

La guerra en Afganistán es capaz de administrar el destino de todos los personajes. Es capaz de permitir que la imagen de burguesa remilgada y de degenerado que se tienen la viuda y su cuñado entre sí, sea revista. Es capaz de que el hijo intachable, en las huestes de la ONU, mate a un correligionario para salvar su vida, en peligro bajo las sanguinarias manos de facinerosos musulmanes que los han tomado de rehén. Ambos hermanos, de alguna manera o de otra, matan a su prójimo: Michael en la guerra mata a un soldado de su palo, para vivir él; Jannik tiene que matar a la memoria de su hermano, para ser feliz él. De paso, así Jannik logra ganarle una pulseada simbólica al padre, que siempre lo supone incapaz de casi todo.

Ella, por su parte, durante el primer tiempo del duelo plancha sus camisas y llora. El cuñado elabora el duelo con la bebida. Una de estas ocasiones es la excusa para la primera intersección entre ellos. El primer llamado entre ambos se produce a las 4 de la mañana: se quedó sin plata en un bar y la cuñada irá al rescate. El segundo encuentro es una noche de confesiones: miradas que se desvían a sabiendas, comparten un pucho, se rozan las manos, se abrazan y llega el llanto. El dolor comulga o algo se tejía de antemano. Comienzan las insinuaciones del espacio off del film, y se hace paulatinamente más claro que lo que los separa a ambos no es la falta de deseo sino el espacio. A la tercera vezcuarta intersección, donde el morbo de la culpa necesita encontrar explicaciones a ese beso: “Es porque extrañamos mucho a Michael”, dice ella. Lo que podría terminar siendo un culebrón venezolano, sin embargo, está contenido por el dique de una estrategia narrativa esquiva, que desvía la historia hacia un lugar insospechado. Ese muerto que nosotros ya sabíamos vivo, volverá con ellos para quedarse. ya viene el beso imprevisto, y el cierre lo da una

Michael, el soldadito, vuelve con preguntas animales: ¿Te acostaste con ella? Los dos dicen que no, pero yo que vi la película me permito dudarlo. Esa preocupación, no obstante, es el móvil que exterioriza un malestar más apremiante. El muerto vuelve con un muerto en su haber, pero esta vez es un muerto de veras. Intenta rehacer el orden previo a su partida, expiar culpas, pero nada surte efecto. “Papá no volverá a ser como antes”, le explica ella a sus hijas pequeñas, una de las cuales acrecienta la duda de que su mamá no se haya acostado con el tío, tal como ellos dicen. Aún así, frente a la situación del padre desquiciado, la nena tiene la contundencia que suele tener el inocente: “No me gusta papá, prefiero al tío Jannik.” La guerra de Afganistán, repito, es capaz de administrar el destino de la gente, de ejercer acción a distancia.

Esta idea de la perturbación que produce en un espacio-tiempo particular la decisión que se toma en otro, es un índice del estado del pensamiento relacional contemporáneo. La forma en que se cuenta la simultaneidad de estas vidas bifurcadas que transcurren en escenarios distantes para luego volver a converger, demuestra un cuidado especial del montaje paralelo. En ese paralelismo el mundo musulmán suena homogéneo, con una música que recuerda al film Babel, y es contrastantemente sórdido, pero puede ser la globalización. Siempre puede ser la globalización. Dejando de lado esto, tuve la oportunidad de ver un film claro, luminoso, a contratiempo de la historia que se cuenta, más bien tétrica, pero narrada con solvencia. La compatriota de Von Trier, que también ha filmado en Dogma 95, sabe en qué momento liberar la cámara del trípode o buscar la fidelidad y el ritmo de lo que sucede frente a ella. Esta característica, que ha salvado muchas malas historias, en este caso suma, no hace equilibrio. Por todo esto le doy a este film de Bier 7 bolitas y media.

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