
Basada en una novela de Helen Cross que hubiera dejado de leer en la mitad, pero con la fortuna de que la transfiguración de literatura a cine puede obrar algún rescate, Mi verano de amor es una película eludible en el listado de las que hay que citar para demostrar ser culto. Su director, natural de Polonia pero residente en Inglaterra, le dijo al periodista de Cineuropa: “El libro no me pareció tan interesante, lo que me atrajo fue el personaje de Mona, su actitud, su humor y su ingenuidad. La novela está llena de sujetos anglosajones llenos de detalles sociológicos y tiene un complicado guión, dos cosas que no tienen un particular interés para mí.” Con estas palabras está difícil explicar por qué la hizo, pero es harina de su costal.
Ganadora del premio Alexander Korda a mejor película británica, este dato lo pone a uno nostálgico de Tumbas al ras de la tierra, Las horas y El jardín de la alegría, películas a las que le sienta mejor el galardón. Cabría preguntarse, sin caer en la zizaña más rastrera de contestarse: ¿qué otras películas británicas habrán tenido el honor de concursar con ésta? O ¿Cuánto le cobrará a la distribuidora del film el crítico que firma los “Excelentes” y “Sorprendentes” en las tapas de los DVD? Y en una confesión de inestimable valor y bravía podría preguntarme: ¿Cuánto aceptaría yo en concepto de honorarios por esos menesteres? Y después podría continuarse el cuestionamiento capcioso alrededor de las relaciones entre la crítica y la obra de arte: ¿Quién hace a quién?
La película empieza y termina con una de las protagonistas (Mona - Natalie Press) en dos caminos, viniendo hacia la cámara al comienzo y yéndose de ella, al final. Como si se nos hubiese entregado un segmento de tiempo, cuyo principio y final no se condicen con el de la historia que se cuenta, que se aviene y continúa sin nosotros. Y quizá lo más interesante de la historia esté en esa parte que no se nos deja ver…
Lo mejor de la historia que podemos ver es que en su aparentes mínimas pretensiones narrativas, se deja contar al menos de tres formas: podemos elegir ver la película de tres personajes movidos por el deseo de conjurar sus soledades en un pueblo chiquito, que mostrado en panorámica se hace aún más infernal; otra opción es seguir el rastro de la verdad y la falsedad, de las imágenes especulares que los personajes tienen de sí mismos y de los demás con los que se relacionan, y ver cómo se las arreglan cuando esas imágenes especulares se hacen pedazos; o podemos elegir una tercera alternativa, aparentemente la más simple, de seguir los rastros un amor lésbico repentino, de una atracción irrefrenable, sin ningún remordimiento (lo cual es raro).
Con respecto a la primera elección (la de los personajes y sus soledades), pareciera que todo aquello que hemos aprendido sobre la posmodernidad, como el desencantamiento del desencantamiento del mundo, sucediera en una minúscula porción de tierra habitada. Phil (paddy considine), hermano de Mona, le pone cuerpo al clásico personaje que retorna del reviente transformado en místico. Como pasa en la vida real, como pasa en las películas, como pasa en TNT. Y como le pasó a Patricia Palmer, que luego de filmar su última telenovela (Dulce Ana) se dedicó a dictar clases de yoga. La cuestión es que Phil, antes ladrón y criatura execrable, se convierte en profeta de una neoreligión preocupada en ahuyentar el mal del poblado. Mona, por su parte, huérfana como su hermano, siente que ese no es el hermano que ella quería, que esa conversión mística no le sienta bien, porque ella es presa de ese ateísmo de masas que en Inglaterra se expandió hasta el campo con la cultura adolescente global. Y Tamsin (Emily Blunt), cuya contención familiar es inversamente proporcional al tamaño de la mansión donde viene a pasar el veranito.
Con estos trayectos de vida, cada uno se aferra a lo que puede y hace lo que le alcanza para llenar sus espacios vacíos. Desde inventarse un dios hasta inventarse una hermana muerta por anorexia, desde pasear en una moto sin motor hasta enamorar a alguien. Si elijo esta historia, aunque con reveses en el medio, la película acaba como empieza: todos solitos y sin Dios.
Con respecto a la segunda (los personajes ante la verdad) se los puede ver sospechando permanentemente, con la suposición de que delante tienen un farsante, y poniéndose a prueba: Tamsin a Phil en una escena de seducción en la que el misticismo de Phil pierde 4 a 0 con una apretada de cuello; Mona a Tamsin cuando le propone que si Tamsin la dejase, la mataría, y luego ella se suicidaría. Mona a Phil viendo si su creencia en dios es tan fuerte como para que Phil se aguante las ganas de matarla cuando blasfema contra su dios. La pérdida del sentido de la vida es otro tópico de los teóricos posmo, que aseguran que el sentido ha estallado en miles de partes, cada vez más tentadoras que la sobrevivencia y la conservación de la vida. Causa y consecuencia de un “estar aquí y ahora” más jugoso que cualquier futuro impredecible. Si elijo esta historia, todos salen defraudados: Phil cae en la trampa de la seducción de Tamsin, Tamsin se vuelve al colegio dejando claro que lo que sentía por Mona era puro verso para pasar el verano y Mona con una patada en el estómago propinada por su hermano, el profeta.
Ese pequeño pueblo de Yorkshire parece un laboratorio de teóricos de la cultura global, que nos muestra que la versión idílica de las comunidades pequeñas, incontaminadas por las ciudades donde conviven paseantes anónimos, es un fiasco. Las dos protagonistas, la rústica y la urbana, a no se por algunos consumos culturales de clase que las diferencian, se asemejan bastante. No obstante –como no podía suceder de otra manera- quien atiza el conflicto es la nena bien de la ciudad, que toca el chelo y gusta de la Piaff, llegada al campo para pasar el verano. Porque la expulsaron del colegio por indisciplinada. Esta expulsión es la primera mentira que se suma a una plétora de fantasías que a la campesina, ya rebelde antes de que la otra llegue, la fascinan. En esa fascinación que tiene más los tiempos tiranos de la tv que los del cine, se suceden un par de besos que tienen el mérito de ser menos previsibles que los de los muchachitos de Secreto en la montaña. Esta es la tercera opción que se puede elegir, la de una historia de amor efímero sembrado de mentiras que no puede terminar bien.
Según Pawilowski, su objetivo “es destilar la realidad a través de situaciones ambiguas. Porque la vida tiene su misterio. Las historias envuelven reinterpretación, pero, en realidad, cada cosa es ambigua, resbaladiza.” Según mi modesta forma de ver, todo está tan dicho desde el principio que podría haberla cortado en la mitad y hacer dos cortometrajes con lo que sobraba.
Cambiando el tono, me pareció muy buena la apuesta a los colores saturados, que le da una omnipresencia al entorno que se da de bruces con una historia tan, tan humana. Y la música de Alison Goldfrapp y Edith Piaff es otro hallazgo. Sobre todo el poner a Piaff al final, coronando lo esperado.
Teniendo en cuenta que se aprueba con 4, le doy 4 bolitas de paraíso.
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