Cara de queso, de Ariel Winograd.

Comienzo con las preguntas que anoté mientras miraba la película por primera vez: ¿Habrá un cine judío en Argentina que no sea autoreferencial, que hecho por judíos no hable más que de ellos mismos? ¿Faltará mucho para que termine? ¿Qué significa ser judío más allá esa serie de tics que tienen los personajes? ¿Habrá quedado algún estereotipo fuera del guión? La segunda vez que la miré, debo reconocer, la película ameritó una pregunta de mayor calado, más profunda: ¿Tienen una concepción de justicia distinta o consideran injusto lo mismo que yo? No sé, pero sí sé que estos son judíos de fervor religioso menguado, con los que se puede identificar cualquier hijo de vecino.

La película está contextuada en la primera presidencia de Menem, ya rumbeando hacia la segunda. Era una Argentina donde se pensaba en verde, porque se pensaba en dólares. Y donde se podían escuchar cosas como estas que todavía se dicen: “Decidí decir lo que vi. Total no perdía nada. Igual nadie va a cambiar.” Lo que vió Queso -el personaje principal que no es más ni menos que el Director en su adolescencia temprana - lo que vio Queso y se decide a contar es lo que resuelve el conflicto de la película. Conflicto que a duras penas contiene a un buen número de líneas narrativas dispersas, sostenidas por personajes que se relacionan en forma de pares de opuestos, porque es el recurso más seguro para la risa fácil. Mujeres que subyugan a los hombres, nuera fastidiada por su suegra, hermanos que se repelen, gordo y flaco: una batería de lugares comunes aseguran una carcajada al unísono.

La injusticia, la impunidad de un chico malo que puede degradar a su par meándole la cara (el conflicto, única escena intensa), no tiene un plus que lo haga más aborrecible a los ojos de estos judíos. Se ironiza con una frase de la Comisión Directiva del country que dice: “Una comunidad justa es una comunidad feliz”, y en ilustrar la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace se nos va la película. No hay ninguna señal de que esta historia mala no pueda contarse sin judíos. Ser judío, en esta película, es lo que los filósofos clásicos dirían un accidente de la materia, ninguna esencia. Sus particularidades étnico-religiosas se visualizan como una serie de tics cómicos, como un peso que les fue legado (del que unos pocos tienen consciencia) y como un horizonte de expectativas que se resumen en estas palabras de la Bobe: “siempre ahorrá en dólares y tené el pasaporte al día”. Cara de queso maneja el mismo target de los chistes fáciles de Cohen vs. Rossi, la de Suar, sólo que esta vez con menos golpes innecesarios.

La hipocresía, los arreglos oscuros de poder, la ingenuidad de los nadies, la intolerancia y las infidelidades, existen en toda asociación humana. Menemistas también existieron y existen por todos lados. Por eso asociar al malo, al padre del nene que mea a su compañerito, y sólo a él con Menem, es, cuando menos, engañoso. Pocos están dispuestos a admitirlo, es cierto, pero son muchos los que atesoran álbumes con fotos de la época del imperio de la pizza con champagne.

Si se pretendía hacer humor con las miserias del country de los noventa, que sean judíos podría pasar por ser una anécdota. Sin embargo el subtítulo de la película es Mi primer guetto, y es una película autobiográfica, y el director es judío. Aunque se encargue de exonerar a todos los parientes en los créditos finales diciendo algo así como que no todo lo que se cuenta sucedió en realidad, la ironía se construye sobre una pretensión realista. “100 familias judías viviendo felices alejados de todos”, dice Queso en voz off al comienzo. Y el paralelo trazado con los campos de concentración nazis es tan grosero como esperable. Es como pretender que Lilita Carrió articule cinco oraciones sin invocar la gracia divina. Además del insoslayable dato de una diferencia de comfort entre el country y el campo de concentración, está la sensible diferencia entre el confinamiento y el retiro voluntario, entre la violencia política de Hitler y la violencia del mercado de Menem. Aún así, el más lúcido de todos, el Bobe, un ratito después de departir sobre la necesidad de cortar con la predestinación del hombre judío a ser subyugado por su mujer, se da el lujo de decir: “Era otra época, otros caminos, otros countrys. Antes no te pedían el número de lote, te lo tatuaban.” El número de lote, para que se entienda, es el número con que se identifican las casas del country y en el que se debitan los gastos realizados por sus titulares.

La música no es mala, pero es demasiado ilustrativa respecto de la imagen. Funciona como una moraleja plagada de consignas libertarias. Sergio Denis y su conglomerado de colágeno haciendo “Te quiero tanto” es una nota de color kitsch, y hasta Masacre reversionando ese tema puede ser digerible. Las actuaciones no son malas, y la película tiene el mérito de juntar a Mercedes Morán, María Vaner, Daniel Hendler, Carlos Santamaría y Juan Manuel Tenuta. Yo pediría especialmente un aplaudo para Nahuel Pérez Biscayart (el actor de Tatuado y Glue), que compone un personaje de chico bobo de lentes grandes, enamorado perdidamente, que es memorable. También renuevo el aplauso cuando la nombran a Julieta Zylberberg (que estuvo en La niña Santa y Géminis), por su plasticidad gestual.

Dicho todo esto, Winograd, vuelva en marzo porque me quedan nada más que TRES bolitas de paraíso para darle. Las demás me las comí mientras miraba su película.

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