Shortbus, de John Cameron Mitchell


Me la pasaré ensayando formas de referirme a este film. La número uno: un film sobre la diversidad sexual y el inconmensurable mundo queer. Shortbus se les llama en EE UU a los colectivos pequeños y amarillos que llevan niños problemáticos o con alguna “capacidad diferente” –la forma políticamente correcta de decir “discapacitados”-. De arranque tenemos una ironía, que asume la forma de una re-semantización, la atribución de otro significado a la misma palabra. En este film, Shortbus es el nombre que recibe el local donde conviven las sexualidades y se experimenta sexualmente. Este local funciona como una parábola multicultural: todas las identidades sexuales pueden convivir en una pieza –sin distinción de sexo, raza o posición económica-, pero cada una de ellas tiene su búnker particular. La unidad queer, entonces, está dada por lo dionisíaco, lo festivo; pero cuando se trata de conversar, cada cual atiende su juego.

Así las cosas, el film focaliza en dos pares de historias de vida que no revelan las líneas de fisura del mundo queer, las zonas de conflicto. Está bien que tampoco tiene la obligación de hacerlo, que no es muy halagüeño tratar con las inquinas entre gays y transexuales, por ejemplo. Sólo que hay demasiado conflicto existencial individual o de parejas y el aspecto comunitario queda relegado en la narración, cuando lo que está en juego es la capacidad de generar comunidad. ¿Qué puede explotar al filo de la purpurina y opacar los brillos del estrás? Como el conflicto es a escala de parejas, y la pregunta es monogamia sí o no, lo resuelve un triángulo sexual y listo el pollo, el film puede terminar felizmente, como su congéneres norteamericanos.

Versión dos: Un film sobre los hábitos comunitarios de la sexualidad border. De manera desprejuiciada aunque visualmente cuidada, los personajes tienen sexo de veras, acá no hay simulacro. Casi todos son musculositos y blancos, aunque no faltan un par de gordas y de negros para demostrar cuán tolerantes son. Invirtiendo la asociación que relaciona oscuridad con tristeza y aire libre con felicidad (propias de publicidad para constipados), en Shortbus son felices al oscuro, en el interior de un local donde la sexualidad puede desbocarse. Es que tanto va el cántaro a la fuente que al final la clandestinidad le resulta adorable.

Versión 3: Un film con ribetes políticos, o, lo que es lo mismo en tiempos de Memoria, con dosis considerables de nostalgia. Vuelve la compulsión de enjuiciar al presente por lo que le falta para ser un pasado glorioso: “Es como en los sesenta, pero con menos esperanza”, dice uno de los personajes observando el acontecer orgiástico. “Yo antes quería cambiar el mundo, pero ahora sólo quiero irme de acá con dignidad”, profiere otro. Sobrevuela el mito de un pasado revolucionario (épico) que le cae tan bien a la angustia inmediatista del presente, donde todo compromiso se ha perdido y no encontramos discurso capaz de articular todas las identidades que inventamos para no hablar de clases sociales u otras ideas demodé.

Versión 4: Un film sobre la angustia existencial del hombre post-freudiano. Hay una sexóloga incapaz de un orgasmo y un homosexual suicida, a disgusto con lo que llegó a ser, acarreando su pasado taxi boy y con una pareja que lo ama pero no le alcanza. Hay un voyeur, hay prostitución por elección y porque no queda otra; y hay en todo un determinante sexual de la infelicidad, tópico con la fuerza suficiente como para siempre explicarlo todo. El tratamiento narrativo bordea la “modalidad trágica” de resolver las relaciones no-heterosexuales –es decir, que siempre alguno muere en ese amor imposible- sin embargo recula a tiempo para salir a los gritos y de fiesta. Un aplauso acá.

Versión 5: Un film sobre relaciones triangulares. La lectura a mano propone que el triángulo satisface el deseo del otro y asegura un vínculo de base a partir de variar el tercer componente. Casi podría decirse que “se hace por amor”. Shortbus es un film sobre la necesidad recreativa del deseo, que quiere siempre renovar su objeto o añadirle algún accesorio. Y que siempre, siempre, es una “enorme cicatriz luminosa”, para decirlo con palabras de Villaurrutia.

Para cualquier versión que se elija, las actuaciones son buenas y logra momentos francamente emotivos. Tan destacables los actores como la animación digital de la ciudad de Nueva York. Le damos 7 bolitas de paraíso.

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