¿De quién es el portaligas?, de Fito Páez


Hay que dejar de salir al sol, Fito, y abocarse a hacer una película cada tanto. Y que ese cada tanto sea un tiempo prudencial, nada de una por año, menos que menos dos. Sino la misma mueca contrera de siempre se desgasta.
En esta oportunidad, Páez lleva al extremo el mito romántico, hasta hacer del film un bolero en hipérbole. Se trata de un paquete de delirios que los estudiantes de cine suelen ir recolectando para su primer cortometraje, algo así. El resultado es una bolsa de gatos entretenida, con el pulso pop de los últimos discos del músico argentino. Músico y cineasta, que en la película hace de los dos.

Frederic Jameson -teórico del posmodernismo-, salido de la sala de cine podría confirmar su sospecha de que el pastiche eclipsa a la parodia. Con eso querría decir que el “ánimo collage” del copie y pegue, está en las vereda de enfrente de la militancia del estilo personal que hacían los modernos. El arte pop llevó hasta el extremo esta actitud “despersonalizante”, resignificando íconos populares y transformándolos en arte. No hay necesidad de diferenciarse sino una política de la redundancia, una hacer arte de masas con lo masivo. La inclusión de Lía Crucet en este film, resolviendo el enigma del portaligas, apunta en esta dirección. Aunque, bien se sabe, Lía Crucet no es Marilyn Monroe (a ciencia cierta se parece más a una lata de sopa Campbell), y por esta razón habría que ver qué pasa con el público no-argentino, porque los íconos del pop eran más universales que los trabajados por Páez.
Es una historia de nenas de buena familia que consumen arte, mucha droga y una de ellas es hija de milico. Viven el reviente queriendo ser madres de familia, a la manera de una transgresora culposa, y terminan siendo monjas. El film inscribe a estos personajes en el reviente de los años ochenta, lo cual le da más letra a Jameson, que titularía así: La moda de la nostalgia. Entonces vemos el ambiente contracultural, los raros peinados nuevos, la ironía anti-comunista, la omnipotencia del maquillaje y los albores de la mafia. El pasado puede divertirnos, lo cual es saludable, pero no hay nada que haga que esa historia no se pueda contar en el 2007. Es un film irónico donde los chistes no tienen un tiempo propio, que no ponen en consideración la época, que pueden funcionar bien en la televisión actual. O bueno, sí, hay algo que justifica el contexto ochentoso: la añoranza de Páez de su ciudad puerto natal. Todo con un toque de “cine Z” que reafirma lo bizarro y apuesta por lo irreal, por la desmesura que tan bien le viene al cine argentino, que está comodísimo en el realismo.
Lo mejor que tiene el film es el ritmo con que engarza las pequeñas parodias de otros films, en un guión que apuesta siempre por lo imprevisible y por el error para resolver las situaciones conflictivas. La desnaturalización de la familia es un gesto irónico recurrente, y a decir verdad lo hizo mejor Vera Fogwill en Las mantenidas sin sueños. Pareciera que ser subversivo, atentar a la moral de manera simpática, es reírse de la institución “familia”. Lo que hace engorroso el trámite es que siempre para demostrar la transgresión hay que recordar la ley, sino pierde el efecto. La charla en el supermercado es un ejemplo claro de esto que estoy diciendo.
Hay homenajes a Doria, Almodóvar, a Tarantino, e incluso toques fellinescos. Algunos momentos que se parecen a las películas de los superagentes Delfín, Mojarrita y Tiburón; seguidos de otros pasajes donde suena tango apiazzollado de esos que usaba la productora Aries, o folcklore. Hay Charly García y Fito Páez. Casi todo es de una divertida promiscuidad en la que no falta también el anacronismo de una camioneta modelo 2000 en una calle rosarina de mediados de los ochenta. Es camp porque hace del mal gusto una manera de vida, lo presenta de manera exagerada. Es, como decían los artistas más implicados en el género camp, “una mentira que se anima a decir la verdad”, aunque cuando lo hace se pone en la pose más petrificada del espíritu crítico.
Paéz no se priva de que aparezcan todos los rosarinos célebres: desde Fontanarrosa a Grandinetti. Incluso integra a la crítica como actor, un guiño con el que quizás se está vengando de las repercusiones de Vidas privadas, su película anterior. El crítico Alan Pauls hace nada más y nada menos que de cura exorcista, una cábala con el grado de obviedad necesario como para resultar risueña . Las actuaciones de las tres mujercitas (Romina Ricci, Julieta Cardinali y Leonora Balcarce) son muy buenas. Para Cristina Banegas un pulgar abajo, su versión de taxista mersa que hace de enganche de la mafia no es demasiado convincente. Verónica Llinás hace lo que sabe y lo hace bien, Lito Cruz hace lo de siempre y no descompagina.
Las bolitas de paraíso serán generosas porque entretiene, con el agravante del desenfado y el atenuante del ritmo. Para que siga en el cine y deje de escribir canciones le damos 7 bolitas de paraíso.

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