Remake, de Royer Gual
Remake (rehecho) puede sonar a refrito o a repetición malévola en la era de la máquina, mas no es así. Este film es una reflexión lúcida aunque incompleta sobre las tramas generacionales, sobre las formas de distinción social y, por qué no, sobre las maneras de envejecer. Como si se tratara de un caso más de “eterno retorno”, los hijos arremeten contra las desinteligencias generacionales de sus padres para edificar su propia forma de estar en el mundo.
“Generación” es la categoría que elige el director para mostrarnos cómo se resuelve socialmente la fase edípica, que es el momento caracterizado por la existencia de sentimientos de agresión hacia el Padre. La discusión violenta es una forma poco pulida o fácil de hacer dialogar dos climas de época, pero parece que vivimos un momento histórico donde no se aprende a confrontar de otro modo.
Los dorados sesenta son evocados y visualizados en Remake, sin llegar a desmoronarse nunca en la nostalgia romántica de que la época pasada fue mejor, y eso es muy ponderable. El pasado hippie se aborda por resabios, por indicios, y cuando aparece de lleno en la pantalla -gracias a un proyector de 8 mm- lo hace junto a diálogos de fondo, que resignifican ese pasado en este presente, imposible más que como ciencia ficción, parece ser... En este abordaje del pasado un tabú sigue instalado: nunca se habla de política sino al pasar, nombrando a Marx entre dientes, como si fuera el símbolo supremo, al que hay que evocar para ser políticamente correctos.
El film tiene un comienzo y un final excelentes, donde lo que acontece con este grupo de personas queda vinculado a un punto de vista externo, ya sea por un circuito cerrado de cámaras o por una toma panorámica. En el comienzo del film, el guardia de seguridad de un hipermercado (emblema de la ciudad globalizada) estupefacto ante un sexagenario disfrazado de hippie, infiere: “Los antiglobalización son jóvenes y no tienen esa pinta”. Este eslabón perdido, que quedó prendado del pasado o es coherente con aquellos valores (una de dos), desentona también con sus pares, que se han aburguesado o han crecido (¿también una de dos?), y ahora no pueden eludir al teléfono móvil, que les provoque risa el vegetarianismo y juzgar con la vara de la utilidad y la normalidad. Esta extrañeza se remata al final, cuando una panorámica nos muestra que desde la casa de campo donde ha ocurrido todo, sale una columna de humo, indicio de que algo allí se está quemando, y son certezas, seguridades, un perro muerto.
La sugerencia del film es interesante: ante la memoria, el tratamiento más indicado es una dosis de pasión y una de extrañeza. Y sino se vive enfermo de engaño. Las nuevas generaciones son necesarias para deshacer el narcisismo de las anteriores, sin embargo siempre quedan cosas que mejor no discutir. Lo memorable puede ser a la vez que una gloria para unos, un trauma para otros. La memoria individual y la memoria social, cada una en su nivel, pueden ser igual de dañinas. Ser conscientes de la degradación de los ideales que vino con el tiempo, o recordar que por engaño se ha comido caca de perro, son motivos de angustia de distinta calidad, pero angustian al fin y al cabo. En contrapunto con este embrollo de recuerdos lacerantes, la imagen de las hormigas, que se repite en varios momentos del film, es esclarecedora: estos animalitos construyen su futuro en verano, acumulando hojas que comerán durante el invierno, haciendo siempre el mismo ciclo; repetición que no parece causarles ningún remordimiento porque no tienen memoria. Y como no tienen memoria tampoco tienen noción del fracaso.
“Estoy harto de convivir con tu fracaso”, le dice el hijo recalcitrante a su sexagenario padre. La ironía y el pesimismo no le alcanzan para despotricar contra el mundo tal como está, porque el padre tenía a mano un grupo de amigos e ideas de liberación que le servían como vía de escape, y al treintañero hijo, en cambio, sólo le queda la ciencia ficción y un par de amigos que están tan jodidos como él. El sexo zapping, por ejemplo, antes era profesado por un imaginario juvenil que entendía la promiscuidad como parte de la misma liberación que creía necesaria en otros órdenes; ahora nada más es fruto del aburrimiento y de la imposibilidad de asirse a las cosas, dos características de lo que podría ser un nuevo clima de época.
Esta generación que deshace a sus padres pero todavía no tiene contrapunto, porque no tiene hijos, juzga que la cultura alternativa de los mayores no está pensada para los niños, mientras fuman marihuana. Declaran no pensar el significado de la experiencia, el sentido de la acción, y ejercen su desacuerdo robando pequeñeces en los supermercados, como el gesto posible en medio de tanto duelo por los fracasos legados por sus padres. El subtítulo de la película es una síntesis lograda: “La primera mitad de la vida te la complican los padres. La segunda mitad, los hijos”.
Visto y considerando, las actuaciones excelentes como la de Silvia Munt y Mercedes Morán ensayando toques gallegos en sus parlamentos, y un Juan Diego notable; el prolijo tratamiento visual de la simulación en 8 mm; la inteligente utilización de imágenes condensatorias (como la de las hormigas) y la vuelta de tuerca a un tema tan manido como es la memoria de la era de acuario, Gual se ganó 7 bolitas de paraíso.
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